El caballero de la armadura orinada #1



Primero
Que trata de las razones y experiencias que El Caballero de la Armadura Orinada vivió antes de convertirse en héroe anal.

En algún lugar del norte de cuyo nombre no es que no quiera acordarme, lo que pasa es que es un rancho y por lo tanto tampoco tiene mucha importancia; vivía un hombre con graves problemas digestivos. Bien, habrá que aclarar que no eran problemas digestivos, sino anales. Y sobre todo habría que explicar que no siempre fue igual. Él fue un hombre normal, comía a sus horas y cagaba casi de inmediato. Era como un muñequito. Lo que entraba salía sin problemas, pero tampoco en exceso.
Pero este hombre leyó demasiados libros de intelectuales mexicanos renombrados. Comenzó con algo leve, un poco de Monsiváis que combinaba ingenuamente con textos de Poniatowska. No creía que pudiera sucederle algo, ambos autores eran adorados y reconocidos por todos los lectores de su rancho. Porque era un rancho de lectores, “cosa extraña”, pensaría cualquiera.
Siguió adelante con sus lecturas, pronto llegó a Gabriel García Márquez y Mario Benedetti. Se sentía orgulloso de ser latino y veía aquel desierto como un infierno. Soñaba con vivir en la selva y conocer los caminos de Macondo.
Esas lecturas lo llevaron a visitar todo el boom hispanoamericano, su mirada se perdía en el sur y despreciaba a sus vecinos agringados. Poco a poco se sentía alejado de su verdadera tierra: las selvas sureñas.
Nuevas lecturas acudieron a su encuentro, descubrió a Carlos Fuentes y a Octavio Paz. No podía equivocarse, todos los citaban, habían andado por el mundo entero y hasta salían en la tele. Cuando un escritor aparece en la televisión es símbolo de que ha llegado al punto más alto de su carrera.
Así, este hombre, que arrepentido, pronto se convertiría en paladín de los libros de superación, continuó sus lecturas sin imaginar que su ser más interno, sus esfínteres pronto iban a rebelarse y demostrar su odio contra la ñoñería supuestamente profunda.
Sus lecturas comenzaron a demostrar efectos. Se sorprendía a sí mismo pensando en tono poético. Creía que la miseria y la pobreza eran, en realidad, sorprendentes y enigmáticas. Sentía el espíritu latinoamericano, leía sobre el Che y escuchaba trova cubana. Su mundo se convirtió en una serie de clichés revolucionarios.
Afortunadamente para todos, esto no podría seguir por mucho tiempo. No todo su cuerpo se había rendido al realismo mágico. Su ano seguía fiel a su lugar de origen y cada vez que su dueño leía a Eduardo Galeano, se contraía con un espasmo violento.
Las venas abiertas de América Latina había sido un castigo terrible, pero la gota que derramó el vaso fue cuando comenzó a leer a Jorge Volpi. Su ano soltó un pedo enfurecido y de inmediato se dilató. “¿Por qué me hace esto?” parecía decir, “¿acaso ya no tienes sentido común?”
Él no supo qué sucedía, sólo se dio cuenta que de pronto sentía el pantalón de mezclilla mojado. Sus nalgas chapoteaban en mierda. Corrió al baño.
Pensó que sólo había sido un momento, quizá algo que había comido. Tal vez un bicho que se había metido en su estómago. Pensó que era momento de dejar de comer en la calle.
Pero no todo había terminado. Esa misma noche tuvo una cita con la mujer que lo había cautivado desde algunos meses atrás. Era una fuerte y alta damita que no compartía su interés por la revolución cursi-literaria pero que algo más veía en él porque aceptaba sus avances y regalos.
Y mientras él, después de una cena abundante y carnívora, recitaba poemas de Benedetti al oído de doña Lorenzana de Zamarripa, la de los pechos turgentes, su ano volvió a tomar vida propia y primero le recetó una descarga sonora y rugiente de pedos tan apestosos que el demonio se taparía la nariz haciendo gestos. Después de eso, se abrió como manguera de bombero y salió tanta mierda que el pantalón de aquel hombre se desbordó, quiero decir que literalmente escapó por todos los lugares posibles.
Qué bueno que ninguno de nosotros estamos comiendo.
Pero doña Lorenzana de Zamarripa, la de la nariz arrugadita, sí estaba masticando un delicioso pedazo de arrachera. Inmediatamente después ya no estaba masticando, ahora estaba vomitando. Lo hizo encima de nuestro héroe, quien salió corriendo como quinceañera humillada. Ella se tuvo que quedar a pagar la cuenta y disculparse con los meseros. Les tocó limpiar, qué mal, pero para eso son meseros, ¿o no?
Al día siguiente, después de meditar largamente, decidió que tendría que salir del rancho, buscar una solución a su problema de esfínteres relajados. Fue ahí que comenzó a planear su viaje. Nadie lo comprendía, sobre todo nadie entendió por qué elegía una armadura como vestimenta. Bajo el sol norteño es la peor elección que había hecho, pero él se veía a sí mismo como un caballero que encontraría la verdad anal. Además, se dio cuenta de que cada vez que se cagara encima, la armadura guardaría aquello y así no gastaría ni en pañales, ni en pantalones. Aquella armadura, reluciente, dorada, sería la mejor manera de cubrir su vergüenza.
Estaba preparado, dejó una carta a su amada que decía:

Amada mía:

Ahora me encontraré a mí mismo. Solucionaré primero este problema antes de declarar mi amor por ti y llevarte hasta la cama matrimonial. Porque al altar no te voy a llevar, ni madres, esas son costumbres pequeñoburguesas. Después de este viaje y después de que logre controlar mis esfínteres. Cogeremos ardorosamente sin pedorrearme. Adiós, pues, amada mía. Sólo recuerda que mi corazón te pertenece.

El Caballero de la Armadura Orinada

Sí, el tipo era cursi, pero firmó muy adecuadamente. Cuando doña Lorenzana de Zamarripa, la de las lágrimas fáciles, se enteró de que su hombre se había ido. Mandó embodegar todos esos libros. Ella sabía que eran los culpables de aquel drama que apenas comenzaba.

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